Christopher Reeve, el Superman que murió luchando por volver a caminar

Un día como hoy fallecía quien interpretó al líder de los superhéroes en una de las sagas más recordadas, pero un accidente cambió su vida para siempre. Repasamos su vida y su lucha en esta nota.

INTERNACIONALES10/10/2020EditorialEditorial

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Durante su adolescencia en Nueva Jersey, Christopher fue un superhéroe desde la escuela. De rostro lozano, cabello rubio y ojos azules, el joven portaba con soltura su 1,93 metros de alto. A su trabajo de medio tiempo le sumaba su aporte como ayudante del director de la orquesta de su colegio, su rol como barítono en el coro local y un espíritu entusiasta inclinado a los deportes y las actividades al aire libre.
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Era un excelente nadador, jugador de hockey sobre hielo, piloto licenciado y jinete de equitación. Pero su balanza se inclinaba siempre hacia el arte, por lo que se especializó en actuación en la prestigiosa Universidad de Cornell. Él y su amigo, el actor Robin Williams, fueron los dos seleccionados para continuar sus estudios de arte dramático en la Escuela Juilliard.

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En 1976, fue seleccionado para integrar elencos en Broadway. Pararse sobre los escenarios de los principales teatros de Nueva York era una caricia a su ego, pero no pagaba lo suficiente para cubrir todos sus gastos, por lo que pensó en abandonar la actuación y trabajar con su padre. Hasta que encontró una convocatoria para interpretar a Superman.

Los directores de la nueva película sobre el superhéroe buscaban a un actor desconocido que de verdad luciera como el personaje del comic. Cuando Chris se presentó al casting, con su asombrosa similitud física, obtuvo el papel de inmediato y, en 1978, se estrenó el largometraje con el lema Creerás que un hombre puede volar.

Tras el éxito comercial de la película, el actor volvió a interpretarlo en otras tres secuelas y se convirtió en una estrella mundial. Actor y personaje se fundían en uno solo, y el propio Chris enarboló las banderas de los más desprotegidos. Visitaba los hospitales para visitar a niños con enfermedades terminales, que deseaban conocerlo como última voluntad.

Algo dentro de él lo inclinaba a ayudar a los discapacitados, los atletas paraolímpicos y las personas con parálisis. Por eso, prestaba su cuerpo y su voz para las conferencias, charlas y debates que buscaran soluciones para mejorar su calidad de vida. Ya en 1982 colaboraba con la Fundación Americana de Parálisis, sin imaginar el rumbo que tomaría luego su vida.

Casado con una agente de modelos y padre de dos hijos, Reeve combinaba su filantropía con nuevos y exitosos trabajos en el cine. Actuó en Somewhere in Time, Anna Karenina y Street Smart, donde recibió los halagos de la crítica.

En 1987, ya divorciado, conoció a la mujer de su vida en un bar nocturno en Massachusetts. La actriz y cantante Dana Morosini se convertiría en su segunda esposa, la madre de su tercer hijo y su verdadero sostén.

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Christopher ya era una estrellada consagrada en 1995. Fue entonces cuando sucedió. Participaba de un concurso de equitación en el estado de Virginia, en un despliegue de su cuerpo esbelto y su habilidad deportiva. Mientras saltaba un obstáculo, perdió el control. Cayó de cabeza desde su caballo y dio de lleno contra el suelo. Se fracturó dos vértebras cervicales y se seccionó la médula espinal. De un solo golpe, perdió completamente la movilidad y su capacidad para respirar.

Desde entonces, el actor de Hollywood quedó confinado a una silla de ruedas y un sistema mecánico de respiración asistida. Sin perder las esperanzas, se sometió a una peligrosa operación que prometía su recuperación, pero sólo consiguió mover los dedos de su mano izquierda.

Su mundo parecía haberse derrumbado. Ya no podía plantarse ante el mundo con su metro noventa y tres. No podía mostrarse como el superhéroe con el que muchos lo confundían, ni ser el actor atractivo de películas taquilleras. Tampoco iban a regresar la equitación ni el hockey ni la natación. Hasta las tareas más simples de la vida le estaban vedadas.

“Tal vez deberías dejarme y tal vez yo debería suicidarme”, le dijo Chris a su esposa. Ella le respondió las palabras que le salvaron la vida. “Te diré una cosa, te apoyaré en todo lo que quieras hacer, porque es tu vida y tu decisión. Pero quiero que sepas que estaré contigo para siempre, toda la vida, hasta el final. Sigues siendo tú y te amo”, le aseguró.

Aún era él. Incluso sin los deportes y el éxito de las películas. Incluso sin su porte masculino y sin movilidad en las articulaciones. En el fondo, seguía siendo el hombre activo y comprometido con la realidad social que había sido siempre.

Chris no perdió la autoestima. En lugar de esconderse de las cámaras, se mostró con su discapacidad frente a los medios de comunicación. No perdió en ningún momento su entusiasmo por volver al trabajo y a las causas que había defendido desde siempre, y que ahora formaban parte de su propia historia de vida.

En este nuevo capítulo de su vida, el actor se abocó a nuevos trabajos como director de cine y creó la Christopher Reeve Foundation para luchar contra la parálisis. Su esposa Dona adecuó la granja donde vivían a la nueva condición de su marido, y juntos bregaron por el avance en los estudios con células madres para revertir su situación.

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En 1996, un año después de su accidente, Chris se subió al escenario durante la entrega de los premios Oscar. Aclamado por el resto de los actores y hablando con menor dificultad, ofreció un discurso en donde apelaba a que las estrellas del espectáculo se comprometieran más con las causas sociales.

En 1998, plasmó las palabras de su esposa en el libro Still Me, o Sigo siendo yo, una autobiografía que se convirtió en uno de los libros más vendidos del año. Y siguió luchando por encontrar un tratamiento que revirtiera su enfermedad. Se presentó en charlas y conferencias, aportó fondos para los científicos y hasta prestó su cuerpo para estudios médicos experimentales que no prosperaron. A pesar de todos los esfuerzos, el superhéroe que latía dentro de sí no tenía el poder suficiente para que él volviera a caminar.



Con el correr del tiempo, su deterioro se hacía cada vez más evidente. Tenía la piel con escaras y sus músculos sin uso comenzaban a atrofiarse. Su organismo se hizo sensible a las infecciones. En octubre de 2004, recibió un antibiótico por una infección y sufrió un ataque cardíaco. El 10 de octubre, tras pasar 18 horas en coma, falleció. Tenía 52 años y vivió el tiempo suficiente para que su esposa Dana abandonara sus compromisos laborales y lo mirara a los ojos por última vez.

Con el dolor atravesándola, la mujer se convirtió en presidenta de la fundación, y trabajó con ahínco en la búsqueda de nuevas alternativas para curar la parálisis. Un año después de la muerte de Reeve, la fundación y la Universidad de California consiguieron reparar lesiones medulares de ratones usando células madre provenientes del tejido nervioso de seres humanos. Pero la luz dentro de Dana parecía haberse apagado.

Sin ser fumadora, en esa misma fecha fue diagnosticada con un tumor maligno en el pulmón. En marzo de 2006, y con 44 años, murió. Su breve lucha contra el cáncer la encontró con buen ánimo y fortaleza. “Ahora, más que nunca, siento a Chris conmigo cuando afrontó este desafío. Como siempre, le miro como el ejemplo máximo”, dijo sobre él.



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