REFLEXIONES ENTRE MATE Y MATE: "Donde Amé la Vida"

Lectura de domingo por el pilarense Héctor Cattena.

HOGAR, TENDENCIAS Y SALUD05/12/2025 Héctor Cattena

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Hay canciones que van más allá de la melodía. Canciones que nos dicen más de lo que dicen, que nos hacen pensar, que nos explican aquello que no sabíamos cómo explicar.

“Canción de las simples cosas”, de Julio César Isella y Armando Tejada Gómez, es una de ellas.

Para quienes, por decisión propia o no, vivimos el desarraigo, esta canción no solo conmueve: abre una puerta interior donde estaban guardados silencios, nostalgias y preguntas, muchas preguntas.

Uno se despide, insensiblemente
De pequeñas cosas
Lo mismo que un árbol
Que en tiempos de otoño
Se queda sin hojas

Al fin, la tristeza es la muerte lenta
De las simples cosas
Esas cosas simples
Que quedan doliendo
En el corazón

Uno vuelve siempre
A los viejos sitios
Donde amó la vida
Y entonces comprende
Como están de ausentes
Las cosas queridas

Por eso, muchacho, no partas ahora
Soñando el regreso
Que el amor es simple
Y a las cosas simples
Las devora el tiempo

Demorate aquí
En la luz mayor de este mediodía
Donde encontrarás, con el pan al sol
La mesa tendida

Por eso, muchacho, no partas ahora
Soñando el regreso
Que el amor es simple
Y a las cosas simples
Las devora el tiempo

Una vuelve siempre
A los viejos sitios
Donde amó la vida

Siempre pensé que uno se despedía de las cosas grandes: de un trabajo, de una casa, de un familiar, de un amigo.
Pero no.
Con los años descubrí que la verdadera despedida es de las cosas pequeñas. Esas que parecían no valer nada y, sin embargo, sostenían gran parte de nuestras vidas

Viví en el interior, en el campo, en el pueblo, donde la luz y la sombra casi no se distinguen.
Allí, el día era más largo. Uno sabía por el viento si iba a llover, y por el silencio de la siesta si algo no estaba bien.
Uno reconocía a la gente desde lejos, por la forma de caminar. Sabía que todo estaba en calma si el perro dormía en la galería.
La vida era una suma de detalles: invisibles para otros, esenciales para uno.

Después vino la necesidad, la ambición, o los sueños— que empujaron hacia la ciudad, con esa fuerza que no pide permiso, ni da explicaciones.
No fue una elección plena: fue un desprendimiento, una forma silenciosa de desarraigo.
Y, como dice la canción, uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas… sin saber que algún día las va a buscar.

Lo entendí muchos años después.

Porque cada vez que vuelvo al pueblo, casi sin querer, busco esas pequeñas cosas.
Y ya no están.
No están las mismas caras, las mismas caricias, las mismas miradas, los mismos ruidos, ni los mismos olores. 

No están las veredas gastadas, ni los vecinos que sabían mi nombre aunque yo olvidara el suyo.
No están los árboles bajo los cuales pensé la vida por primera vez.
No está la mesa larga que alguna vez reunió a una familia antes de que el tiempo, paciente y cruel, nos fuera dispersando.

Entonces me invade esa tristeza dulce y honda que la canción llama nostalgia, como la muerte lenta de las simples cosas.
Porque eso es lo que verdaderamente duele, no la pérdida en sí, sino la lentitud con la que desaparece aquello que hizo de uno lo que es.

“Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida.
Y comprende, sin necesidad de palabras, cuán ausentes están las cosas queridas”.

El regreso es un espejo empañado: uno se reconoce, pero no del todo.
El pueblo sigue ahí, pero distinto.
Yo sigo siendo yo, pero distinto.
Y queda una certeza: lo que se perdió no vuelve, y lo que vuelve ya no es igual.

Por eso entiendo el consejo de la canción: muchacho, no partas soñando el regreso.
Porque el regreso nunca es un regreso: es un encuentro nuevo con un pasado que ya no existe, aunque duela, es asi.

Sin embargo, cada vez que vuelvo al pueblo, aunque lastimen las ausencias, algo en mí se acomoda.

Como si el viento norte de la primavera, me tocara el hombro y me dijera: “Todavía estás hecho de acá”.

Y yo, que hace años vivo en la ciudad, sé que sigo perteneciendo a esos caminos de tierra, al olor del campo después de la lluvia, a la sombra fresca de un árbol que ya no existe más que en mi memoria.

Tal vez eso sea realmente volver:
Aceptar que las cosas simples ya no están, pero que su huella sigue viva, latiendo en el corazón como una llama que se niega a apagarse.

Y entonces lo entiendo de una vez por todo: Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida… aunque las cosas queridas ya no estén, porque lo que vuelve con uno, es lo que fuimos.

Hector Cattena

Diciembre 25



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